Es mi última entrada del año. En 2017 Dios proveerá en función de las ganas que un servidor tenga o no de seguir escribiendo, pero de momento vamos con ésta y vamos a darle categoría de gran final.
Ángel González es uno de mis poetas favoritos a quien conocí (me refiero a sus libros) demasiado tarde. Por regla general todo en mi vida ocurre demasiado tarde: Cuando tuve mi primer coche de segunda mano, un Opel Corsa rojo cuyo techo desteñía cuando llovía, el resto de humanos ya contaba con la comodidad del elevalunas eléctrico. Cuando compré el segundo, llevaba incorporado el invento, pero carecía del aire acondicionado que venía equipado ya en prácticamente todos los modelos. Cuando pude contar con un vehículo con tal modernidad, el resto conducía otro que tenía climatizador y cuando por fin conseguí tener mi Chevrolett con climatizador, el resto incorporaba navegador de serie. Ahora tengo navegador, pero no tengo wifi...
Por lo que he leído de él (de Ángel González), debió ser un personaje más que interesante, de mente complicada, de wiski nocturno y de tabaco en abundancia, hasta que se lo prohibieron. Falleció según dicen sin ganas de vivir, en el año 2008. Su obra poética, al menos lo que he leído, que no es todo, me fascina y a modo de sorpresa agradable, aunque algún poema y alguna amistad que otra ya anticipan su afición taurina, os voy a hacer un "copia pega" de un artículo realmente maravilloso que publicó en el periódico El País en el año 82. No voy a comentarlo. Tan solo pido que lo leáis un par de veces con atención. Merece la pena.
Para curiosos, os dejo un buen enlace en el que encontraréis prácticamente todo sobre él: http://angelgonzalezpoeta.es/
Feliz año, señoras y señores.
LA TRAGEDIA Y LA FARSA
La posibilidad de expresar puntos de
vista que contradicen las creencias de la tribu está al alcance ahora de
estamentos y de individuos que antes no tenían acceso a los medios de
información. Muros y paredes han llegado a transformarse en estos días
de máxima permisibilidad en uno de los mass media más eficaces y concurridos. Así, hace muy pocos días, en una calle de Medina del Campo pude leer este escandaloso y subversivo graffiti:
“Todas las corridas terminan mal”. Tan pesimista visión de la Fiesta me
pareció, en principio, un intolerable intento de desprestigiar una de
las más nobles manifestaciones de nuestra españolísima idiosincrasia.
Pero el dictum cobró de pronto patética veracidad en virtud de la firma
que lo avalaba: “Un toro”. El punto de vista, aunque no podía
compartirlo, era coherente, y sentí cierta ternura por el anómimo
firmante más que nada a causa de la ingenuidad e inutilidad de la
protesta ante un destino que, por trágico, no debe ni puede ser eludido.
El toro muere por algo que no entiende. Este carácter irracional de la
tragedia convierte a la Fiesta en una contrapartida ejemplar de nuestra
vida, pues tan absurdo es pagar por culpas inexistentes como ser
perdonado por delitos cometidos. No tengamos en cuenta, pues, la
opinión de los toros, ya que su destino se corresponde tan exactamente
como el nuestro, y sigamos divirtiéndonos en el festejo.Todo esto me
vino a la mente en la corrida del jueves 4 de mayo, pues ese día
ocurrieron cosas inesperadas. Llovía fuerte a las 7 en punto de la
tarde, y sobre la corrida gravitaba la decepcionante amenaza de la
suspensión. Sólo el tiempo puede evitar que la corrida acabe mal para
los toros, impidiendo que empiece. A lo mejor, pensaba yo, estos toros
de Garzón van a tener suerte.
Pero poco dura la alegría en los corrales.
Los dioses verdaderos, los que manejan
el rayo y el chubasco en las alturas, desarrugaron su sombrío semblante,
y la lluvia se desvaneció justo a tiempo para permitir que los
matadores hicieran su triunfal salida. “Como la vida misma” -pensé no
sin cierta amargura-, “los toros son como la vida misma”.
La plaza estaba llena de un público
mojado y expectante, que parecía aliviado por la ausencia de Curro
Romero, una figura que está dejando de ser polémica y no precisamente
por falta de detractores, sino por la masiva concurrencia de
detractores. El gran hueco que Curro había dejado abría un ancho espacio
a la esperanza: todo podía suceder ahí en ese gran y oportuno vacío.
-No te lo creas -me dijo el pesimista
nuestro de cada día-; el cartel no da para mucho. Antoñete pertenece a
la generación de los 50, o de la berza, si el rótulo no te ofende: nunca
fue tanto como dicen y además está acabado.
-¿Y los toreros jóvenes?
-No hay toreros jóvenes -me dijo mi joven interlocutor, citando a un viejo maestro.
-¿Y la nueva savia procedente de América?
-El boom latinoamericano ha muerto; no hay ya Gaonas, ni Armillitas, ni Arruzas.
Qué error, qué inmenso error el de mi
compañero de tendido. Cierto que el Jairo -colombiano, vestido
coherentemente de café y orono recordaba demasiado a su paisano García
Márquez; cierto que Campuzano, de verde y oro resultó ser más joven que
torero. Pero ahí estaba Antonio Chenel, de calvo y canas, para -como
dicen los grandes escritores el tarro de las esencias más caras: Chenel
número 5. Con su toreo emocionante, serio, seguro, realista,
profundamente ético, clásico y personal (me gustaría disponer de espacio
para explicar la oportunidad de estos adjetivos aplicados al arte de
Antoñete) al torero de los 50 le vino pequeño el frágil molde hueco que
Curro Romero había abierto en la tarde del jueves. Un extraño ruedo
-oro, seda, barro y luna- fue el escenario de su triunfal salida a
hombros de la plaza de Las Ventas. El tiempo pudo haberlo impedido, pero
el jueves 3 de junio los dioses habían sido clementes no con las
verdaderas víctimas de la Fiesta, pero sí con las leyes de la tragedia
-el toro pagó por su inocencia- y de la humana farsa.
Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 6 de junio de 1982
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