Acaba de terminar la última de la feria de Otoño en Madrid, que para un servidor marca el final de su propia temporada taurina, pilares a un lado, que este año no merecen mayor comentario por la endeblez de sus carteles.
Me planteaba hacer un pequeño resumen de los "momentos" de este año taurino que agoniza, pero si bien es cierto que ha habido buenos y muchos, prefiero archivarlos en mi bagage personal, no por nada sino porque tal vez sería volver a incidir un poco en lo mismo, y como para clonar faenas feria tras feria ya tenemos a unos cuantos coletudos, prefiero escribir sobre algo mucho más íntimo, una sensación, una buena sensación que hace unos días reconfortó mi crisis como aficionado y que compartí vía twitter con mis escasos seguidores.
Padezco de cierta carencia, no de afición, sino de esperanza. Reconozco que soy más bien pesimista en cuanto al futuro de este arte, de esta esencia que tanto amo y albergo mis dudas sobre si dentro de veinte años veremos toros en el campo. Los motivos ya los he contado más de una vez y no es momento de volver a narrar lo mismo. Pero hace unos días, este marinero desorientado en medio de aguas turbulentas divisó una débil hoguera que tintineaba en la lejanía y acto seguido recordé el mítico faro de Alejandría, una de las siete maravillas que paradójicamente dejó de existir a causa de un terremoto y no de la sinrazón humana, como puede ocurrir con los toros.
Comía junto a unos cuantos amigos en una pequeña "bodega" de un torero. Está en una barriada sencilla, alejada del centro y se accede a ella por una puerta a pie de calle. Mientras charlábamos en animada tertulia reparé en lo que se cocía en ese pequeño patio (la puerta de la bodega estaba abierta): había media docena de críos con muletas, estoques y capotes caseros y un par de cuernos de vaya usted a saber qué bóvido. Estaban "jugando a toros". Había uno, el más espabilado, que cuando remataba las series miraba hacia donde estábamos nosotros como esperando que el torero le diera su aprobación. Parece algo intrascendente, una imagen "tierna" sin más, pero el transfondo del asunto es tan importante y necesario como para darle una oportunidad, esa oportunidad que tantos toreros se merecen y no tienen. Son nuestro futuro, son los que han de mantener vivo y en pie este mundo que amamos, este del toro y unos cuantos mundos más, y creo que no los cuidamos lo suficiente, que no les enseñamos, que no los tenemos en cuenta, y no sólo lo pienso yo, porque gracias a quien sea, que también piensa, están proliferando los cursos en la calle ofrecidos desinteresadamente por algunas figuras, se está bajando el precio de las entradas de los más jóvenes y se está invitando a los niños a acudir a los ruedos (más vale tarde que nunca). Esos niños que juegan a toros en la calle, serán nuestros aficionados de mañana, y por qué no, tal vez alguno incluso hasta torero. Llevémoslos pues entre algodones para que este arte sea eterno no sólo en la memoria.
Os ilustro el texto con una foto maravillosa de Ramón Masats que creo que se titula "Andújar", tomada en los años sesenta y os animo a que busquéis un faro imaginario que os ayude a seguir disfrutando de esto tanto como yo.
Suerte a todos!
1 comentario:
Un artículo precioso Isidro. Saludos.
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