domingo, 18 de octubre de 2015

Los proscritos



Un día más, sólo un minuto más, para estar vivo
y despedirme de cuanto amé.
Para decir adiós a las cosas que vi y toqué mientras moría
desde el instante mismo en que nací.

Agoniza esta larga temporada. Apenas quedan cuatreños en los corrales y a pesar de los triunfos, del éxito, de las grandes faenas y de todo lo positivo con lo que suelo quedarme tras cada corrida de toros, este año el desaliento hace mella en mí: como un cuentagotas va cayendo plaza tras plaza, merced a la interesada gestión de nuestros próceres, que usan y abusan de la tauromaquia como moneda de cambio y la entregan como rehén al odio disfrazado de amor a no se sabe qué. Zaragoza gritó a la desesperada el domingo pasado y a estas alturas a mí ya me entran dudas sobre si lo que pedíamos era  libertad, o esa misericordia que también da nombre al coso de Pignatelli. 

Quizá socialmente hoy no sea buena idea acudir a una plaza de toros teniendo que pasar por un corredor vergonzoso en el que algunos plantan cara a quienes nos llaman asesinos -de animales- como ahora matiza el bien asesorado Peter Janssen, y los más los contemplamos desde la indiferencia del silencio y desde una distancia prudente que paradójicamente tenemos que respetar quienes no somos respetados. Está bien que nos alejen del peligro desviándonos por calles adyacentes a la plaza, pero mejor estaría que les alejasen a ellos. 

Soy partidario de una concepción cíclica del universo, no estoica ya que no creo que después de una gran deflagración vaya a ocurrir todo de nuevo con las mismas personas y condiciones, pero si en el sentido  de ver cómo la historia se repite y cómo por ejemplo, la época de las Cruzadas está tomando el camino de vuelta en este preciso momento. Como consecuencia de esos ciclos, la tauromaquia ya ha sido amenazada en multitud de ocasiones, e incluso tuvimos épocas pretéritas en las que el desinterés llenó de cemento aquellas plazas que se hicieron más grandes para que el arte del toreo fuese más popular. Sin embargo y tras estas crisis, el hecho taurino resurgía siempre y generalmente al calor de una figura del toreo, o varias, que hoy día denominamos "mediáticas". Ahora todo es diferente y dudo que tal renovación vuelva a repetirse: los toreros ya no hacen los anuncios del cola-cao porque han dejado de ser un ejemplo para nuestros hijos; como mucho ruedan algún spot de ropa si el coleta está dotado de un buen físico y por supuesto sin que el estoque asome en pantalla. Los ídolos de nuestra sociedad actual son otros y más variados: desde un futbolista, a un grupo musical, pasando por los iconos virtuales como Pikachu y los Minions. Para más inri, esos ídolos a su vez saben perfectamente que no pueden apoyar un arte que su joven público, animalista por esnobismo en su mayoría, pero animalista al fin al cabo, ve como salvaje, ya que peligrarían sus fulgurantes carreras y evidentemente su "modus vivendi", porque que no se nos olvide, que el dinero aquí también está detrás de todo y en todos los bandos.

Tal vez, y volviendo al pensamiento estoico, nuestra única esperanza sea conseguir que los nuevos gurús de esta sociedad sean tan libres como ajenos a todas las ataduras materiales y tengan los arrestos suficientes para mostrar a sus seguidores la verdad de la tauromaquia como fenómeno social, cultural y artístico.

Y mientras el final llega seguirán insultándonos, comparándonos con quienes acaban vilmente con la vida de sus semejantes, hablándonos de torturas, de crueldad, de intolerancia y de incultura. Nosotros pondremos la otra mejilla y discutiremos sin llegar a acuerdo alguno, sobre la mejor manera de librarnos del ataúd y la mortaja que ya nos acecha. Y mientras ese final llega nos iremos sumergiendo más y más en las catacumbas del toreo y guardando con celo nuestros libros descatalogados, nuestras faenas, nuestros recuerdos y unas cuantas fotografías en blanco y negro...


...Es éste
el trágico instante en que uno descubre
el delirio misterioso de las cosas, sus raíces secretas,
el instante supremo de decir adiós.
a cuanto se adoró en esta vida.


(los versos son del gran Enrique Molina, la foto de cabecera es de mi querido Miguel Pérez Aradros y la del epílogo de mi amiga María Vázquez)


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