miércoles, 13 de enero de 2010

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Iba a ser muy complicado. Todo un reto, tal vez, el reto de toda una vida, o quizá, toda una vida dedicada a un reto.


Torear. Esa tarde debía torear su alma. Su cuerpo, mero instrumento; su cerebro, el transmisor del arte etéreo.

El mozo de espadas, no tenía cara, no tenía gesto. Le ayudaba sólo en lo imprescindible. No quiso ir de estreno, decidió vestir el grana y oro que le vio nacer como torero. Hubiese elegido el verde oliva que venía utilizando en los últimos tiempos, pero compartiendo cartel con Curro, no podía ser, un respeto al Maestro. Morante haría el paseillo al otro lado, y él, en medio, sintiéndose arropado por la esencia, por el pellizco, por el arte.

Dobló cuidadosamente su capote de paseo, cogió su montera, besó la estampa de la Virgen de los Remedios y salió de la habitación del hotel. El hall estaba repleto de admiradores, pero no se detuvo, no saludó. Ni tan siquiera vio a nadie. Su mirada perdida estaba ya inmersa en el imponente ruedo que abre el callejón de Las Ventas del Espíritu Santo. El chófer, su apoderado, su cuadrilla… no tenían cara, no tenían gesto.

Llegó a la plaza y casi en volandas accedió a la capilla. No había silencio, no había recogimiento. Se escuchaba el bendito run run que movía la espectación previa a una tarde de gloria.

-Este cartel es para Sevilla, maestro!!!

Gritó un paisano.

Se había dejado media vida en la Maestranza con aquel cinqueño acapachado de cuerna, que pitado de salida, dos veces lo levantó en el aire para asestarle sendas puñaladas que le dejaron sin aliento. Sevilla ya tenía su sangre, Madrid, todavía no.

Llegó al callejón, allí estaba Morante, negro y azabache y Curro… el maestro Curro, fumando un cigarrito, oculto tras la penumbra.

Su soledad se sintió aliviada, difuminada entre las otras dos hieráticas soledades con las que compartía cartel. Miedo, mucho miedo; responsabilidad y nervios. Seguro que eran las mismas mudas sensaciones de sus compañeros.

Comenzó a liarse el capote. Con cada pliegue, una letanía; con cada pliegue, un deseo; con cada pliegue, la inspiración; con cada pliegue, la vida.

Sonaron clarines, era la hora. Vistazo general al tendido, mirada de reojo a las banderas y suerte a los compañeros.

-Pero qué despacio camina Curro y qué arte tiene Morante (pensó).

Saludó al presidente y tomó el capote. Casi no había tiempo. Tres verónicas de salón y un escorzo imposible.

Alguien murmuró en barrera: “parece de goma”.

Llegó el momento. Curro había soñado la faena pero mató mal y Morante no se sintió con el segundo. No quiso ocultar su rostro tras la esclavina del capote como era habitual. Salió al tercio a esperar. Se abrió la puerta de chiqueros y la más bella estampa, el fiel reflejo de la fuerza indómita de la naturaleza, acometió al engaño. No lo probó, no hizo falta. Repetía incansable. Seis verónicas y la media de cierre. No escuchaba nada, pero Las Ventas comenzaban a quemarse por dentro en forma de aplausos. Lo midió en varas, no andaba sobrado de fuerza, pero era bravo y noble. Si el bicho conseguía pasar aquel trance, la casta haría el resto y podría bajarle la mano.

Y así fue. Los inicios, con la derecha. Se le vino de lejos y fue ahormando la inicialmente bronca embestida. Al tercer muletazo se sintió.

Comenzó a abandonarse. No sabía lo que hacía. El toro pasaba, la gente se ponía de pie entusiasmada, pero no los oía. Cambió de mano. Ya no era él quien dirigía, era el alma, su alma. Su cuerpo, mero instrumento; su cerebro, el transmisor del arte etéreo.

Los pases, eternos. El pecho delante, la muleta avanzada y la mano firme en el centro del estaquillador. Faltaba la música, tal vez no un pasodoble, pero tal vez sí, Camarón.

Lloraba.

Lloraba porque no era él. Eran sus brazos, sus piernas, sus manos, pero no era él. Toreaba el alma, toreaba la piel, toreaban los cinco sentidos. Estaba trazando quimeras y  dibujaba con agua, como lo hiciera el pintor de Baricco.

Timbales trajeron la muerte. Cuadró al toro con un trincherazo muy bajo y Madrid crujió. Se perfiló,se desprendió de espada y  muleta, y recibió al animal con la esperanza de no desepertar nunca del sueño.

1 comentario:

PEDRO MANUEL dijo...

Isidro, no conocía esta faceta tuya. Me parece un texto precioso. Espero que escribas algo que no sea de toros. Ya sabes que yo del “dale sitio” no paso. Un abrazo.