domingo, 5 de enero de 2014

Los Magos de Oriente





Hace poco publiqué un tuit con una foto anexa. Era de una plaza de toros de juguete. Unos días después recibí un mensaje en el que alguien me preguntaba por la tienda donde vendían la placita. Seguro que esta noche a algún niño, el Rey Baltasar se la dejará en el salón, no sin antes haberle pegado un lance al vasito de vino dulce con el que ese chavalín ilusionado ha intentado camelar la generosidad del mago, negro de tez, a pesar de que sigan exisitiendo mayores que nos lo quieran vender como un señor blanco con la cara tiznada de corcho quemado.
Desde épocas pretéritas en las que todavía no existía el celuloide, los críos han jugado al toro con la ilusión de ser héroes, de ser admirados, de obtener el reconocimiento que merece la victoria de la inteligencia sobre la fuerza. Ellos no pensaban ni piensan ahora en crear arte sino en el triunfo en un combate desigual. Tampoco piensan en el cortijo ni en el deportivo último modelo, sino en el honor y el reconocimento que obtendrán de sus compañeros de clase.

Todo lo material y accesorio que conlleva el hecho de querer ser torero, llega después cuando con 15 ó 16 años deciden intentar acceder a la profesión más difícil y bella del mundo. Entones supongo yo, que el anhelo de éxito a cualquier precio induce al peligro de desbaratar la ilusión altruista del sentimiento y la pureza.

Pero cuando uno lee biografías de toreros antiguos, si que es cierto que echa un poco de menos ese libre albedrío del que gozaba un niño antaño: en muchos casos además de jugar al toro por las calles, cosa harto difícil hoy en día, se escapaban solos y ejercían el toreo furtivo o bien hacian tapia durante toda una jornada con la única recompensa, en el mejor de los casos, de darle un trapazo a una becerra agotada. De todo esto los padres generalmente ni se enteraban, y si lo hacían la recompersa bien pudiera ser un cogotón por aquello de que eran épocas en las que la prioridad era llevar comida a casa en vez de andar ganduleando por ahí. Obviamente esto es una generalización pero me atrevo a presumir que lo descrito tiene más concomitancias con la realidad de antaño que con la de ahora, en la que si el niño quiere ser torero hay que comprarle un par de vestidos de corto para que tenga de quita y pon y cómo no, muleta ayuda y capote. Hay que llevarlo en coche al campo y ejercer de padre no ya protector, sino entrenador, discutidor y todo lo que acabe en "or" para hacer que el niño se enfrente al resto de niños y padres en igualdad de condiciones. Para que se me entienda: Lo mismo que en el fútbol pero en versión bolsín taurino.

Me gustaría y animo a ese niño al que hoy los magos de oriente le van a regalar la placita, a que siga toreando con un trapo, a que ahorre para comprarse una muleta, a que ingrese en una escuela taurina y a que conviva con sus compañeros en el sentido más amplio posible del término. A que aprenda de su maestro y de sus experiencias y a que se olvide un poco del regazo paterno y materno única y exclusivamente en lo que al toro se refiere, y lo mismo le digo a los padres, ya que si los magos de oriente existen, por qué no dejar que la magia fluya.

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