lunes, 16 de noviembre de 2015

Luz de otoño



Las vacas de Carlos Lumbreras tienen sus querencias y un reloj biológico de una precisión suiza envidiable. Cada día, cada tarde y cada noche van a los mismos lugares y el pasado martes no fue diferente aunque allí hubiera una docena de invasores convocados por la urgencia de un bonito sueño: Urdiales partía para confirmar su alternativa en la plaza más grande del mundo y necesitaba pulsear una embestida lenta y cadenciosa similar a lo que, si la suerte acompañaba, se iba a encontrar en el coso de insurgentes. Dicho y hecho. Carlos apartó dos eralas que parecían hermanas de esos toros que pastan en las tierras que tanta pasión y tanto cariño despiertan, incluso hoy en día, entre los monstruos sagrados del toreo. Todo el mundo quiere ir a América, pero no todos son capaces de acompasar los latidos ectópicos que impulsan las acometidas de los saltillos mejicanos.
La luz mortecina de las tardes de noviembre no calienta, pero es cálida, de un tono rojizo, acogedor como el chisporroteo de las llamas de los lares. Las vacas de Carlos Lumbreras lo saben, y cada ocaso vuelven a su querencia a través de la loma que les regala los últimos suspiros del día. Quizá por eso su embestida otoñal busca el abrigado letargo de una muleta que de tanto arropar, ha aprendido a dormir a las bestias.
Anoche  cuando veía disfrutar a Diego en el ruedo con el de Bernaldo de Quirós, no dejaba de pensar en que en realidad, no hacía sino rememorar la misma danza  mágica que ya practicó hace unos días a escasos metros de mí.

Y repitió el milagro.

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