lunes, 31 de octubre de 2016

Alejandro Talavante



No se me ocurre mejor manera de titular esta entrada que con el nombre del torero al que va dedicada. Llevo un rato rebuscando en mi cabeza y lo único que soy capaz de escribir son títulos absurdos que a lo sumo, trivializan lo que este hombre ha sido capaz de hacer durante esta temporada.

Hace unos años para mí era uno más, uno de los que están arriba con una extendida y dolorosa carencia: ser muy capaz, tener un valor que asusta al miedo, pero no transmitir la emoción del sentimiento del toreo.

En cambio, hace ya un par de temporadas que Talavante ha iniciado una búsqueda, creo que interior y personal y sin dejar de lado su valor, ha cambiado la pintura al óleo con colores chillones, por la suavidad del temple o la difuminada acuarela.

El capote de Morante es puro barroquismo y puro compás, el de Talavante, lacio como las tomateras en octubre, busca más la caricia, el desprecio suave, la belleza de lo inmóvil, de lo casi inerte. Podríamos acusar a ese manejo de la tela rosa de cierta falta de profundidad, pero creo que seríamos injustos ya que lo que busca es una profundidad diferente, otra perspectiva del toreo de capote, quizá menos estética que la de sus compañeros, pero si más dominadora e impactante precisamente por esa quietud y ese liviano movimiento de brazos. La empresa es más que difícil, pero tiene, por paradójica, un alto interés: dominar el movimiento sin apenas movimiento.

Os voy a confesar un secreto: siempre que acudo a verlo a la plaza tengo el deseo de que no le salga un carretón, sino un toro que le ponga en dificultades, como lo hizo este año ese Cuvillo de Las Ventas. La explicación es sencilla: transmite tal superioridad que muchas veces, aunque no sea así, parece que le falta oponente. No, no se trata de que lo quiera ver con otro tipo de ganaderías, aunque no me importaría lo más mínimo por la capacidad que le supongo, prefiero que siga eligiendo lo que quiere torear y cuando le salga el bicho que le busca los tobillos, se faje con él y lo domine no a base de lucha, sino de toreo, que no es ni más ni menos que lo que hizo aquel día en la primera plaza del mundo.


Antes de escribir lo que voy a escribir ahora, quiero pedir indulgencia a todos los dioses del toreo porque tal vez no sea el más indicado para realizar este tipo de observaciones, pero creo sinceramente que la mano de los millones, la zurda, está todavía en pleno proceso de evolución. Me explico: la colocación y el cite con la misma suavidad que utiliza quien acaricia a un recién nacido, se me antojan perfectos. Muchos maestros afirman que en la suavidad, en la ausencia de tirones está uno de los secretos del toreo y Talavante lee esta primera parte del muletazo al natural como nadie. El embroque para mí es inmaculado, pero y ahora viene mi pecado por el que ya he pedido perdón por adelantado, el final del muletazo en la mayoría de las ocasiones no es el que el torero desea. Supongo que girar la muñeca a una velocidad tan lenta como para que el toro siga el paño hasta el final y a la vez poder dejarlo colocado para el siguiente muletazo, tiene que ser lo más difícil del mundo. De ahí que la muleta le vuele para mi gusto en demasía, robándole al natural todo aquello que de profundidad tenía al inicio del mismo.





Curiosa y afortunadamente, la última vez que le vi en Zaragoza, me dio la impresión de que ese trazo con la izquierda era más redondo, más rotundo y más profundo. De ahí mi tesis de que esa zurda todavía está buscando toda su verdad. Si la encuentra y sigue profundizando en ese toreo verdadero, no me extrañaría que en unos pocos años pudiese alcanzar el Olimpo de esos que torean muy poquito, sólo cuando realmente les apetece y hacen un evento único de cada una de sus actuaciones.


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