Tal vez como yo, hayas leído
estos días un texto de Sergio del Molino, un antitaurino, uno más, que es capaz
de reconocer la verdad en una “tarde de toros” sin renegar de sus convicciones,
pero sin tratar de engañar al dictado de sus sentidos. Uno menos.
A lo mejor hace unos días
estuviste viendo cómo Urdiales es capaz de dibujar los mil crisoles que atesora
la belleza tan sólo con las yemas de sus dedos, esas que en ocasiones muy
especiales, mantienen línea directa con el alma del toreo.
Quizá el pasado sábado asististe a
una seria corrida de Margé en Bayona, en la que Thomas Joubert se llevó una
cornada que le vació de sangre y pensaste: “esto es verdad”.
Puede que hayas comentado el
precioso vídeo que como prólogo a la feria de Salamanca, ha preparado la
juventud taurina con un referente apodado “El Viti” que cuando habla, sentencia
y te encoje el corazón con esa voz de torero que ha meditado una y mil veces
cada palabra que esboza a través de su garganta.
Lo reconozco, no puedo dejar de pensar
en el toro. O no es que no lo haga, es que todo gira en torno a él y todo se le
parece. Cualquier pequeño detalle de mi vida cotidiana, cualquier suceso,
termina por convertirse en ese cárdeno que en mis noches de vigilia me persigue
hasta acabar con mi angustia de una certera cornada. Siento miedo y después
sosiego porque el toro, el animal más desafiante y más fiel al combate que
existe, da paz, la paz de quien consigue encontrar el verdadero camino.
Muchos
de nosotros hemos pasado horas y horas contemplándolo. A veces nos mira
curioso, otras nos avisa, las más, nos desprecia porque somos tan débiles que
ni siquiera sabemos escarbar en la tierra. Y en cambio nosotros no podemos
dejar de mirarlo porque el toro es verdad y belleza. Verdad porque encarna la
muerte inapelable que nos espera. La mayor verdad, la más fatídica. Y belleza
porque transmite la paz que sólo da algo que por esencia es bello.
Aun a sabiendas de que la muerte no es bella, ni siquiera la de un bravo, es un mal necesario y un bien real, el destino final, la mayor recompensa que nos deja la vida. El verdadero castigo sería contemplar una eternidad sin toro.
Aun a sabiendas de que la muerte no es bella, ni siquiera la de un bravo, es un mal necesario y un bien real, el destino final, la mayor recompensa que nos deja la vida. El verdadero castigo sería contemplar una eternidad sin toro.
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